Cuando se analiza la emigración cubana hacia Estados Unidos, conviene desmontar la narrativa simplista que la reduce a una huida del “fracaso socialista”. Esa lectura, repetida ad nauseam por los grandes medios, ignora dos elementos esenciales: el acoso económico sistemático de Washington contra La Habana durante más de seis décadas y la publicidad engañosa del llamado sueño americano, que funciona como maquinaria ideológica de atracción.
Desde un punto de vista marxista, la clave está en entender que la migración no responde únicamente a carencias materiales, sino a relaciones de poder y a la producción de subjetividades. Cuba, con todos sus problemas, garantiza servicios universales —educación, salud, vivienda básica, cultura— que buena parte de América Latina jamás ha ofrecido a sus mayorías. Sin embargo, el bloqueo económico impuesto por EE. UU. desde 1960 ha creado un cerco artificial que limita la capacidad del país de desarrollarse plenamente. Se trata de un asedio económico con fines políticos: generar descontento, erosionar la vida cotidiana y, en consecuencia, incentivar la migración como válvula de escape y como arma de propaganda.
En paralelo, Estados Unidos ha desplegado durante décadas una ingeniería simbólica. No es casual que desde la Ley de Ajuste Cubano (1966), los migrantes de la isla hayan recibido privilegios exclusivos que no disfrutan otros latinoamericanos. Esa política no fue un gesto humanitario: fue un instrumento ideológico para alimentar la narrativa de que “los cubanos escapan del comunismo” y, de paso, reforzar la imagen de EE. UU. como tierra de oportunidades. Estamos ante la superestructura propagandística del imperialismo: manipular deseos, fabricar aspiraciones y convertir al migrante en prueba viviente de un relato político.
Así se construye la paradoja: muchos cubanos emigran no porque estén desamparados, sino porque se enfrentan a un techo artificialmente impuesto por la política estadounidense. El bloqueo encarece la comida, restringe la energía, limita el acceso a insumos médicos y genera la percepción de que el futuro está truncado. Al mismo tiempo, las redes sociales, la televisión y las remesas crean un espejo deformado: en Miami todo parece posible, en La Habana todo parece detenido e imposible.
La migración cubana, por tanto, no es solo un fenómeno económico, sino el resultado de una guerra de desgaste prolongada. Washington no solo bloquea recursos, bloquea horizontes. Y cada joven que cruza el estrecho de la Florida es, para los arquitectos de esa política, una victoria simbólica: un cuerpo arrancado de su tierra para alimentar la narrativa imperial.
En conclusión, el fenómeno migratorio cubano hacia Estados Unidos no puede comprenderse al margen del conflicto histórico por la independencia. No se trata de que Cuba “fracase”, sino de que se la obliga a fracasar. Lo que se juega aquí no es solo el destino de una isla, sino la prueba viva de hasta qué punto la maquinaria de Estados Unidos puede moldear no solo las economías, sino también las conciencias.CUBA, error imperdonable de visitar HABANA sin un guía
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